La trayectoria vital de un torero -como la de cualquier artista, como la de todo hombre- está llena de momentos. Diferentes, únicos, necesarios. Aquello de los pasos cortos y de los pasos largos... Toda travesía conoce de sus oasis y de sus páramos, de sus paisajes luminosos y de sus entornos más áridos. Es así en la trayectoria de cualquier hombre, cuanto más en la de un torero. La clave está en entenderlo, en analizarlo y en aprender de cuanto pasa. De las tardes de triunfo en las que no todo es para tanto y en las de sombras que no lo son para siempre. Sólo quien así lo asimila y lo interioriza, se impone. Y vence. Y sigue adelante. Con más camino que recorrer y muchos pasos que dar. De los cortos y de los largos también...
En Almonte, Andrés Romero dio varios pasos al frente. Y multiplicó por ello el valor que a menudo tiene un festival. Una cita más relajada siempre, en la que el nivel de competitividad no es lo prioritario salvo cuando con quien se compite es con uno mismo. Tenía Andrés en la expresión de su mirada ese brillo que es tan suyo. Desde el calentamiento. Y esa impresión se hizo certeza desde que se hizo presente en el ruedo el buen novillo de José Luis Pereda, que desde los primeros compases dio muestras de un son innato que derramaba temple puro, natural, en cada una de sus embestidas. Pura calidad en su manera de acometer a las cabalgaduras. Le cogió el onubense de inmediato el pulso y se puso a disfrutar y a torear. Un rejón clavó con Carbón con el convencimiento el torero de que el empeño tendría que ser que ese ritmo no se apagara. Pero lejos de ello, el de Pereda, como buen Núñez, se fue viniendo arriba aunque manteniendo siempre ese buen aire que no perdió nunca. Que no significa ello que fuera fácil, que no lo fue, pero sí que era agradecido cuando el toreo y el oficio que lo sustenta fluía a su favor. Sacó Andrés a Conquistador y se recorrió tres cuartos de ruedo con el utrero embebido en su estribo y galopando de costado. Ajuste y medida todo en una antes de dejar una banderilla al quiebro que no hizo sino constatar que el de Escacena tenía en su mano el latido exacto de la embestida del colorao de Pereda. Pronto se fue a por Guajiro y ahí comenzó lo más grande de la faena. Fueron Andrés y Guajiro como siempre. Compenetrados, fundidos, precisos también sin renunciar nunca a ese sentido espectacular que este caballo imprime a su forma de hacer las suertes. Quebró con él Romero a larga distancia, en la distancia media y a toro y caballo parado. Y los cites fueron impolutos, los embroques perfectos, los remates exactos y las salidas, emocionantes con una, dos y tres piruetas, una y otra vez, entre los pitones del novillo, muy entre los pitones del novillo, sin dejar éste de galopar tras el caballo y con el espacio justo para que cada una de ella fuera un uy que brotaba de los tendidos almonteños. Emocionante.
Sacó entonces el rejoneador de Escacena del Campo a Odiel, en su presentación en ruedo onubense, y el empaque, seguridad y solvencia que le imprimió al conjunto en cuanto hizo lo dejó todo en el punto de intensidad preciso para que el carrusel de cortas con Bambú -exigente porque a esas alturas, lejos de amilanarse, el de Pereda había sacado todo su fondo de Núñez y, como bravo, se había venido a arriba- resultara luminoso por cómo caló en el público y lo reunidos que cayeron los tres palos. Lástima de los pinchazos que se sucedieron antes del rejonazo definitivo. Lástima aún más porque los dos primeros de esos intentos fallidos lo fueron arriba, pero no calaron. Lástima porque, aún así, Almonte pidió la dos orejas para premiar un conjunto que debió ser de rabo. Una sola concedió el palco, aunque lo más importante fue la constatación de que aquel brillo en la mirada de Andrés Romero había sido una muy sincera declaración de intenciones.
Tras aplaudir el jinete onubense al utrero en el arrastre y fundirse en un abrazo con el ganadero José Luis Pereda, invitó a su mayoral a dar con él la vuelta al ruedo, un gesto que el criador de bravo correspondió regalándole a Romero el sobrero. Salió en sexto lugar y fue muy distinto en su comportamiento. Encastado, con mucha movilidad y pies, nunca entregado y siempre combativo, pero no siempre encauzando esa actitud combativa por los derroteros de la bravura en vez de los del genio. Era otro planteamiento, otra exigencia, otro tipo de prueba. Y comprometió a Andrés, que no tuvo nunca ocasión de dudar sino sólo de ir hacia adelante en busca de tocar esas teclas que tenía el colorao. Con Bavieca de salida. Y con Cheke, Odiel y Bambú en banderillas. Fue todo una buena medida de la capacidad del torero que, si algo atesoró, es que es capaz. Esta vez sí tiró al utrero de un rejonazo al primer encuentro con Chamán y Almonte le concedió los máximos trofeos. Adornos frente a una constatación: con la noche almonteña ya caída, la mirada de Andrés Romero seguía brillando. Buen augurio...