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La plenitud del toreo a las puertas de El Rocío

Una tarde de calor aunque aliviada por intensas rachas de aire que nunca dejó de soplar. Una nube de arena envolviéndolo todo. Un amplio corredero a las puertas del paraíso. Una quincena de caballistas, un ganadero de bravo aún más enamorado del caballo que del toro y un rejoneador en sazón destilando más y más solidez por día. Una tarde de toreo a caballo en El Rocío. De mucho toreo.

 

Todo el que propició la terna de vacas cedidas por José Luis Pereda, primero, para que Andrés Romero siga avanzando en su preparación, y segundo, para compartir entre buenos amigos la pasión por el toreo a caballo. Y el objetivo se cumplió. Porque Romero tuvo la ocasión de investigar embestidas, de probar recursos, de afinar la maquinaria de su concepto, de exigir a su cuadra y de disfrutar del poso que va dejando el tiempo en uno cuando todo el tiempo se emplea en trabajar y trabajar. 

 

Se rodearon bien rejoneador y ganadero, Andrés y José Luis. Varias decenas de caballistas que fueron expectantes, pacientes y privilegiados espectadores a pie de corredero del pulso amistoso de Romero y Pereda a campo abierto. Templada la labor de todos ellos para traerse las vacas al terreno nunca fácil de la contraquerencia. El lugar donde, a partir de entonces, fluía el toreo. Lo hizo Romero con algunos de sus caballos habituales (Cantú, Guajiro, Carbón, Bambú, Chamán y Conquistador) y con parte también de aquellos con los que sigue trabajando para que pronto sean titulares (Cheke y Ben Hur). Tuvieron más nobleza que celo las dos primera becerras, que fueron de tener que llegarles mucho para provocar sus embestidas. Y eso generó suertes de ajustes: batidas al ralentí y quiebros en la misma cara. Buen ensayo para templar las cuerdas del compás, ése que convierte el rejoneo en toreo grande.

 

 

 

Brava y de gran calidad fue la tercera. Igual de noble, pero más codiciosa, lo que permitió a Andrés Romero disfrutar de lo lindo de una tarde tan marcada en sus colores con matices de tarde. Al alimón con José Luis Pereda, en una faena a dos con el de Escacena haciendo las veces de maestro y el de Rosal de entonado discípulo. Sondeando también las posibilidades de su cuadra. La de Andrés tiene un caballo especial y grande, que derrocha tanto valor como clase. Se llama Guajiro y a lomos de él dejó el jinete onubense el momento de la tarde. Recordó a León. Un quiebro a vaca parada. Citando muy en corto, quebrando casi sobre los pies, saliendo con la becerra cosida al estribo y templando de manera sublime en el remate de la suerte. Sin un tirón. Ninguna brusquedad. Con un bien rotundo y al unísono de aprobación y de admiración ante lo visto. 

 

 

Fue el colofón a una tarde que se fue durmiendo poco a poco con el sol recogiéndose por el horizonte, al otro lado del que queda el santuario de cal blanca donde vive la Reina de estos parajes. Serán los propios parajes o será, sobre todo, Ella, pero en este lugar llamado El Rocío todo está tocado con la varita de lo diferente. Como esta tarde de toreo a campo abierto, que no hizo sino cargar las pilas de la inspiración de Andrés Romero para cuanto está por venir.

 

 

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