Fue la de hoy en Pozuelo de Alarcón una de esas tardes que pone a prueba la capacidad, el oficio y hasta el corazón de un torero. Su ambición por triunfar por encima de cualquier cosa. Incluso, de un lote de toros infame, de casi nulas opciones, al que el onubense se impuso por eso: por capacidad, por oficio y por corazón.
El primero fue un toro parado y sin clase que paró con Golondrina, con el que ya comprobó la absoluta falta de celo del burel. Construyó el tercio de banderillas con Bucéfalo y Guajiro, con los que se empeñó en sacar partido a un oponente que no tenía nada dentro. Que esperaba y esperaba hasta la desesperación. Que sólo acometía cuando tenía las cabalgaduras literalmente encima. No se cansó Romero de ir una y otra vez contra semejante muro de mansedumbre. Se la jugó de verdad en los quiebros con Guajiro y con las piruetas con que salía de las suertes. Culminó clavando cortas con Chamán antes de un rejón que tardó un poco en surtir efecto, lo que, de alguna manera, enfrió la petición de premio.
No fue el caso del segundo, que se movió algo más, pero que lo hizo también con arreones, sin clase ni entrega de verdad. Se defendía con fealdad y brusquedad, a pesar de lo cual apostó fuerte con Fuente Rey en dos banderillas en las que todo lo puso el torero. Recurrió entonces a Kabul para lidiar a un toro que marcaba cada vez más la querencia a tablas. En esos terrenos se la jugó el jinete también con Horus al clavar las cortas con el astado completamente pétreo ya. Finalizó la faena con Chamán con un rejón final que sólo fue posible, como el resto, porque Andrés Romero se volcó sobre el toro sin hallar correspondencia alguna.